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jueves, 27 de marzo de 2014

Por aquel corazón




Si te viera tu mamá dibujando corazones en las paredes de su cuarto con el marcador rojo que te compró papá para la clase de plástica… 
Posás los ojos en la elevación del trazo que de pronto desciende. No te atrevés a pestañar hasta terminarlo. Suponés que te alejará de las líneas aún sin hacer.
El primero, ya ésta. ¿Pensás que ella al descubrir ese dibujo lo volverá a besar? No te gastes en mirar hacia atrás, ni tampoco a los costados..., no hay nadie.
Ahora, te sentís culpable. ¿Y cómo no estarlo? Arruinaste con tus dotes de artista precoz la pared nueva. Pasás la lengua por tus labios que tiemblan, sin atreverte a ver el poco color que ofreciste. Te rascás la nariz, observás los cuadraditos que componen las baldosas del suelo. ¿Los contaste? ¿Te doy una pista? Son más de cien.
¿Por qué no dibujaste el silencio que estas acostumbrado a oír? El que surge cuando se llega al final de un libro y no hay letras que se mezclen. ¿Cómo lo harías?
¡No busques mi voz en el comedor! Menos intentes huir desesperado hacia tu escondite, donde te ahogás en el odio, por no saber cómo explicar la necesidad de que todo sea como antes. Sólo dignate a responderme. Tu boca se va abriendo, despacio como un ave que emprende vuelo.   
-           No lo dibujaría, para mí el silencio es una pared blanca.
Escuchás la manija de la puerta principal moverse de arriba hacia abajo. Dejás salir un suspiro, otro, otro y otro hasta verte envuelto en la agitación. Ya no podés pensar, tenés miedo. La única solución es esconderte bajo la cama. ¡Andá, pero no te olvides de tirar el acolchado así te cubrís los pies!   
Cada paso retumba en tus oídos. Tu madre es la primera en entrar. Lo único que observas son sus rodillas desparejas y, apenas, el final del vestido azul. Seguido, unos zapatos blancos de hombre que se acercan al principio de la cama. Se detienen. No es tu padre, ya que jamás le gustaron los de ese color. Según dice: «Son los que más fácil se manchan». Además, cuando se acercó lo hizo con aquella lentitud que a él lo irritaría. Estás decepcionado. ¿Dónde está papá? ¿Por qué ella entró con ese?
Una lágrima rueda por tu mejilla, luego varias, hasta cegar tus ojos. Estás tragándote el dolor. No te importa ser descubierto, porque el plan de reconciliarlos sin decir una palabra, falló.
Tu mamá ve el corazón gigante dibujado en la pared. Tenés miedo de que se arranque todos los pelos. El desconocido, inmóvil.
-             ¡Guille, Guille, Guille! – grita, desesperada.
 Listo, ¿para qué seguir escondiéndose? Lo único que vas a tener que resistir son esos alaridos que callan cuando su voz se quiebra. Salís de a poco. Primero sacás la cabeza y acto seguido, todo el cuerpo. Te cuesta levantarte, pero al ver sus facciones frías, te pones de pie.
-        ¿Qué hiciste? ¿Te volviste loco? ¡Pero! Me costó un montón de plata pintar de nuevo la pared.
-        Perdón -bajás la cabeza, pero la duda te penetra. Necesitás saber quién es ese hombre que viste de traje y sin hablar observa la situación-. ¿Quién es él?
-           El es un amigo que me está ayudando con todo esto.
Lo entendés o eso creés. En vez de papá, está ese. Necesitás oírlo de aquellos labios, pintados de rojo fuego. Fijás la vista en su mirada. Por si al mentirte sus pupilas se escapan. Preguntás:
-           ¿Qué es «todo eso»?
Te hace sentar en la cama y acaricia tu pelo enmarañado.
-         Bueno…, mirá con… papá. ¿Vos querés que mami se ponga tristona? Si ella está mal, nadie recibe regalos, ni chocolates, tampoco chupetines y menos figuritas. No queremos eso. Yo necesito seguir mi vida…, sola, digo juntos…, digo… él es tan bueno…    
-          ¿Por qué se fue, mamá?
Ella siente la necesidad de terminar la conversación y recurre a la frase que todo niño odia:
-          Cosas de grandes, ¿viste?

Ya es de noche. La luna se esconde entre las nubes y apenas algunas constelaciones, deseosas de mostrarse, alumbran el cielo. Hay una mochila al lado de la puerta principal. Una sombra que se mueve hacia el interruptor. La luz se enciende. Sos vos. ¿Estás seguro de que querés que este sea el desenlace? ¿Realmente sos capaz?
-           ¡Sí, me voy! –agarrás la mochila y cerrás la puerta.


De: Maximiliano Braslavsky, Con un monstruo en la valija IV (Lectura de poesía y narrativa)

lunes, 20 de enero de 2014

Pensamientos mezclados





Una pizca de inspiración me recorre al ver a un anciano tomando café. Esconde su mirada tras un diario viejo, seguro tantos otros lo habrán leído y releído. Tal vez lo angustia el hartazgo de los años y pretende huir junto a esas letras que no ve, porque se olvidó los anteojos, o ya ni comprende.
Conviene apurarse, sacar la lapicera de la mochila, poner la tapita sobre la parte de arriba, ignorar mis deseos de seguir leyendo Rayuela, abrir el cuaderno, y… se fue. Si hubiera salido cinco minutos antes del trabajo… Hoy rescate a un nene, ni la secretaria fue capaz de agradecerme, sin embargo cuando me mando alguna macana (casi siempre) hasta el gato sabe hablar.
¡Esto de ser seguridad! Las horas se vuelven eternas, los diálogos mueren. Entonces recurro a escondidas de las cámaras, a esos placeres indescriptibles: leer y escribir. Versos sueltos, monólogos y principios sin final, anotados en papelitos de colores. Personajes que viven, dialogan en un inglés casi inventado, con los extranjeros que les sacan fotos a imágenes absurdas.

El viejito se fue sin pagar. Voy a empezar a implementar eso de hacerme el «dolobu». Qué cara de mursá tiene el que me atendió, como el bulldog que acaba de pasar. Dicen que los perros se parecen a sus dueños…, pobre el que esté con ese mozo. Se acerca, lleva una bandeja sobre la palma de su mano y con la otra hace malabares para dejar un mísero café con tres galletitas. Quizás todas las mañanas despierte en la misma posición junto a su esposa, aún dormida, sufra al escuchar ese irritable ronquido (¡si antes le era tan sublime como una melodía!) y un llanto mudo lo someta y no tenga ganas de correr las cortinas, ni tampoco sentir los rayos del sol y, en la oscuridad, se abotone la camisa que no le entra y deba meter la panza para adentro…
Golpeo cinco sacarinas contra el borde de la taza, las abro, caen y desaparecen. El humo zigzaguea, se mete en mis ojos. La señora que está a una mesa de distancia, no para de mirarme. Agarra la taza por debajo y apoya la cabeza en su mano. ¿Qué pensará? Intenta mantener los párpados abiertos, ¿le dará vergüenza quedarse dormida? ¿Quién se niega a jugar dentro de los sueños?
Una mujer antes de irse, recorrió con sus dedos las mesas, nadie la advirtió.
Está tan vacío. Ni siquiera queda el recuerdo de lo que hubo, todo se limpia y termina en un trapo sucio: las gotas de champagne barato que rebalsaron de una copa al chocarse con otra, restos de comida, medialunas mordidas, papelitos repletos de mocos que un hombre escondió detrás del servilletero, las lágrimas de una joven que se negaba a aceptar el adiós; las manchas de saliva de un niño, que recién descubría las palabras e intentaba expresarse…, puros berrinches.
El mozo en vez de limpiar, me intimida, no es que esté paranoico, ¡lo sé! Quiere echarme. Empieza a poner los manteles: el negro encima del blanco. Ignora todos los desayunos, almuerzos y las meriendas que hubo… ¡recién es miércoles, la pucha!
Mañana también deberá fingir una sonrisa ante cada extraño y convertirse en un esclavo de sus tontos caprichos…, si supiera cuánto lo comprendo. Quisiera tantas veces escapar, dejar de contar las baldozas que piso una y otra vez…, son cincuenta y dos. El sol siempre alumbra a los culpables de mi disgusto. Son esos padres que cruzan entre medio de los autos, los conductores que sacan la cabeza como perros, ladran y desafinan puteadas. Si todo fuera tan sencillo como el beso de aquellos jóvenes que pasan al lado mío. Tantos desconocidos me rodean y aún así me siento solo. Se abalanzan, chocan, dejan los cochecitos en cualquier lado y la calle se convierte en un estacionamiento. El policía se encierra en la garita a escuchar música electrónica. Ciertos nenes se mezclan con los que tienen que subir a los micros. Los reclamos vecinales rompen como la voz de las olas contra la arena. Los hijos tironean de la ropa a sus papis. Quieren ir al kiosco de mitad de cuadra, pero terminan yendo hacia el otro lado. Surgen los llantos, el sindicato de pequeños que reclaman el dulce y…, quisiera tantas veces escapar.
Entra la primera pareja nocturna, el mozo termina de poner el último salero. Recibe un amontonamiento de órdenes absurdas: la Coca-Cola light para la mujer, una Corona y dos milanesas a la napolitana con fritas. Se va, regresa con un cenicero y lo deja. Ya no me mira. Si me levanto y atravieso la puerta, ¿dejaré de existir? al igual que el anciano que no pagó, la señora cansada, la que buscaba compañía y todos los que antes ocuparon un asiento.
Prefiero que otro poeta ocupe mi lugar en este bar, que nunca duerme y pueda retomar, accidentalmente, desde alguna de sus ideas, mi último punto y aparte.

De: Maximiliano Braslavsky, Con un monstruo en la valija IV (Lectura de poesía y narrativa)